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martes, 29 de enero de 2008

El culto a Martí


Eusebio Leal Spengler


Venerada por todo cubano que se precie de serlo, la figura de José Martí es recordada hoy —28 de enero— en el aniversario 155 de su natalicio.

A lo largo del siglo, los historiadores y maestros de esta isla han cultivado con intensidad eso que, sin vergüenza ni sonrojo, podemos llamar «el culto a Martí». No mediaba en ello el deseo egoísta de llamar la atención hacia lo nuestro como algo diferente, único, pero lo cierto es que nuestro Apóstol tenía cualidades excepcionales dentro del grupo de hombres de pensamiento en el continente americano.

Si intentáramos un breve recuento de esa pléyade de libertadores, repararíamos inmediatamente en José de San Martín (1778-1850). El prócer argentino termina su carrera política en lo que se ha llamado «el abrazo de Guayaquil». Justo allá, en la mitad del mundo, se percata de que Simón Bolívar (1783-1830) había llegado primero, no solo con su accionar militar y político, sino también con las ideas. Como escribe Martí en Tres Héroes: «Pero en el Perú estaba Bolívar, y San Martín le cede la gloria».

Junto a las semblanzas de Bolívar y San Martín, ese precioso texto, publicado en el primer número de La Edad de Oro, incluye el panegírico del sacerdote mexicano Miguel Hidalgo (1753-1811), sobre quien el Maestro escribe: «Él les avisaba a los jefes españoles que si los vencía en la batalla que iba a darles los recibiría en su casa como amigos. ¡Eso es ser grande! Se atrevió a ser magnánimo, sin miedo a que lo abandonase la soldadesca, que quería que fuese cruel».
¡Cuba, qué sería de ti si hubieras dejado morir a tu Apóstol!Fidel Castro. La Historia me absolverá
Fueron apenas cuatro números de dicha revista que, transformada en un libro clásico, nos sobrecoge en su afán de transmitir al lector infantil la necesidad de cultivar los valores humanos:
«El niño, desde que puede pensar, debe pensar en todo lo que ve, debe padecer por todos los que no pueden vivir con honradez, debe trabajar porque puedan ser honrados todos los hombres, y debe ser un hombre honrado».

Las semblanzas martianas de los grandes hombres recuerdan aquellas magistralmente relatadas por el griego Plutarco en Vidas paralelas. Así, cuando Martí describe a fray Bartolomé de las Casas (1484-1566), se lo imagina transfigurado y lívido para exaltarlo como símbolo de la clemencia y la compasión: «No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre Las Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color, y dicen que era hermoso verlo escribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón de tachuelas, peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa. Y otras veces se levantaba del sillón, como si le quemase: se apretaba las sienes con las dos manos, andaba a pasos grandes por la celda, y parecía como si tuviera un gran dolor.
Era que estaba escribiendo, en su libro famoso de la Destrucción de las indias, los horrores que vio en las Américas cuando vino de España la gente a la conquista. Se le encendían los ojos, y se volvía a sentar, de codos en la mesa, con la cara llena de lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo a los indios».
Un indio sabio era Benito Juárez (1806-1872), continuador de los ideales del Padre Hidalgo. Siendo presidente de México, debió peregrinar a bordo de una caravana para evitar caer en manos de las huestes francesas. De sus múltiples frases célebres, recordamos el último de los postulados del Manifiesto a la Nación, del 15 de julio de 1867, con motivo del triunfo de la República sobre el invasor extranjero: «Que el pueblo y el gobierno respeten los derechos de todos. Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz».
Cada uno de los próceres reconocidos tiene su título propio: El Libertador (Bolívar), el Benemérito de las Américas (Juárez), el Protector de los Pueblos Libres... Con este último sobrenombre pasó a la historia el uruguayo José Gervasio Artigas (1764-1850). La marcha que realizara en 1812 desde el sur hasta el norte, conocida como el «Éxodo del pueblo oriental», es solo comparable a la del pueblo hebreo guiado por Moisés.

De esta forma, llegamos hasta el propio José Martí... Cuando hablo sobre él, me refiero al hombre, porque siempre le veré así. Gran error sería empezar a reunir oro y a tallar cornucopias para, una vez más, con una aureola de santo colocarle en el altar. Sus virtudes serían entonces
inimitables.
«Era grande y vario su talento», escribió Enrique Collazo, quien durante un tiempo no le quiso mucho. Y es que Martí asombraba. Durante la primera juventud había alcanzado un dominio sorprendente de la realidad mundial: viajaba por los clásicos del pensamiento desde Grecia y Roma hasta hurgar en los pueblos más antiguos, cultos y ancestrales de los países del Oriente. Tenía el don de expresarse en la lengua materna y en otras. Es decir, habló y se preparó para interpretar los idiomas determinantes en el mundo de su tiempo.

El conocimiento del alemán le permitió sostener un diálogo con el capitán del «Nordland» y tocar el corazón de aquel duro marino germano... Lo revela la página escrita ante las costas orientales de Cuba en el diario De Cabo Haitiano a Dos Ríos, correspondiente a la noche del 11 de abril de 1895: «Salimos a las 11. Pasamos rozando a Maisí, y vemos la farola. Yo en el puente. A las 7 y media, oscuridad. Movimiento a bordo. Capitán conmovido. Bajan el bote...»

Al dominar varios idiomas, también pudo hablar con el francés que él y los cubanos de su tiempo consideraron el genio supremo de los derechos civiles: Víctor Hugo. Le impresiona sobremanera el poderoso cronista de los acontecimientos acaecidos en la Francia posterior a la gran revolución de 1789 y su eco en 1848.
Martí resumiría, en sí, el espíritu y la obra de aquellos cubanos como el presbítero José Agustín
Caballero, José Antonio Saco, Domingo del Monte... y el Padre Varela, cuyos restos reposan en el cenotafio de mármol en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, fundada hace exactamente 280 años.

Cuba ha sido pródiga en mujeres y hombres de talento, dotados del don de la elocuencia. Un país donde la palabra viva ha tenido un significado preponderante, esencial e insustituible. Podemos editar centenares de libros y periódicos, pero es necesaria la palabra para llegar al corazón del pueblo cubano. Pero además de ser orador y un lector insaciable, Martí era un artista, que, además, sabía reconocer el talento de los otros.

Quiso colocar en su sitio a Gertrudis Gómez de Avellaneda, a quien la vorágine del nacimiento de la nación había sorprendido lejos de Cuba. Reconoció los méritos del soneto lírico Al partir, escrito por esa poeta camagüeyana en el instante doloroso de su partida, y que niños y niñas debieran recitar en las escuelas.

Y ante la incomprensión de muchos de sus contemporáneos por la figura de José María Heredia, nos dice que supo sembrar en nuestra alma la pasión patria y el amor infinito a la solitaria y peregrina estrella de Cuba. De vida breve, murió el «Cantor del Niágara» en México, donde no solo se le recuerda como hombre de letras e insigne poeta, sino también como legislador del Estado, juez de la Corte, fundador del Colegio Superior Universitario.

No nos asombra que Martí, quien también apenas vivió unos pocos años en su Patria, incomprendido y desolado refiriera —aludiéndose así mismo— que los padres de Heredia habían alentado la vocación del joven por la poesía, mientras que a otros los colmaron de regaños.
¡Cuántas veces le habrán halado la oreja en el patio de la casa! Cuánto le habrán dolido a Martí en el corazón aquellas tantas veces repetidas palabras en las cartas de su madre admirable:
«mientras tú no puedas alejarte de todo lo que sea política y periodismo, no tendrás un día de tranquilidad (...)» o «yo creo, hijo, que mientras tú no sueltes los papeles de los periódicos, tu suerte no variará (...)».

Pero tales cosas debió soportarlas desde el amor que siempre profesó a sus buenos y generosos progenitores, quienes le amaban infinitamente.

Fechada en Montecristi, el 25 de marzo de 1895, a doña Leonor estuvo dirigida esta misiva, la mayor que ha inspirado el amor filial:

«Madre mía:

»Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Ud. Yo sin cesar pienso en
Ud., Ud. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Ud. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre (...)»
El sabía lo que significaría ese viaje. Son evidentes ciertas intuiciones que percibimos en sus cartas y documentos, así como su infinita preocupación sobre lo que iba a encontrar aquí, luego del comienzo de la lucha, dado que el país estaba en ebullición. Tenía un tiempo limitado para hacer su aporte fundamental: si salía bien, se coronaría toda una vida.

Aborda Martí el drama fundamental del proceso revolucionario cubano, y enfrenta con franqueza, grandeza moral y humildad de espíritu aquella disputa pueril que lo amenaza. No entra a la historia con un dedo levantado, lo cual es pecado mortal para los que no han vivido un determinado momento. Pone en su lugar a Céspedes y a Agramonte, y los abraza para siempre, pero no vacila en elogiar la Asamblea Constituyente de Guáimaro y de considerarla el nacimiento de la utopía democrática del pueblo cubano. Y cuando decimos utopía, nos referimos a un proyecto grandioso. ¡Pobre del que no la tenga!

Los patriotas debieron optar entre una Cuba próspera, rica en apariencias, o una empobrecida, pero que alcanzase el privilegio extraordinario de la libertad. Martí creyó que el pueblo cubano estaba preparado para alcanzarla y sostenerla. La vida lo ha demostrado.

Hay una escuela de miserables y pequeños corifeos de la antigua Cuba que dicen que esta nación, con ilusiones y sueños superiores a sus posibilidades, es inviable. Ellos han sido privados de la virilidad de nacimiento y perdieron lo más importante para vivir en las circunstancias difíciles en que la naturaleza, el destino o la providencia divina... situaron a este pueblo en el centro del Mediterráneo americano.

Hay que entender que Martí no era una mansa paloma, ni andaba desvanecido por las esquinas, oliendo flores... Era de ideas fijas, obsesivo en lo que debía buscar, persistente... Sufría decepciones porque quería conquistar espíritus y todo el mundo no es conquistable.

Amando la belleza, renunció a ella... Queriendo los libros hermosos —y no los más baratos, que se deshojan tras dejar el conocimiento en el corazón y la memoria—, solamente pudo tener aquellos cuyas páginas llenó de notas escritas apresuradas en los márgenes... Amando a las mujeres —como ellas deben amar a los hombres: con pasión—, y siendo él mismo un gran amador, debió renunciar dolorosamente y casarse con la novia etérea y distante... Por eso, el anillo de hierro, con el nombre de Cuba, es el símbolo de su extraño y excepcional matrimonio.

Se equivocan los que tratan de irrumpir en su vida privada. Para comprender la intensidad de esta tragedia bastaría hojear el Cuaderno de bodas. Para mí, después de haberlo leído, la mujer que le arrancó el alma fue aquella junto a la cual no pudo permanecer definitivamente. A ella escribió el poema «Carmen»:

El infeliz que la manera ignore

De alzarse bien y caminar con brío,
De una virgen celeste se enamore
Y arda en su pecho el esplendor del mío.
Beso, trabajo, entre sus brazos sueño
Su hogar alzado por mi mano; envidio
Su fuerza a Dios, y, vivo en él, desdeño
El torpe amor de Tíbulo y de Ovidio.
Es tan bella mi Carmen, es tan bella,
Que si el cielo la atmósfera vacía
Dejase de su luz, dice una estrella
Que en el alma de Carmen la hallaría.
Y se acerca lo humano a lo divino
Con semejanza tal cuando me besa,
Que en brazos de un espacio me reclino
Que en los confines de otro mundo cesa...

Años después, la viuda pondría el hijo al cuidado del General en Jefe, Máximo Gómez. El joven no fue ni un miserable ni un cobarde, y aquellos que lo han acusado de tal, han ofendido gravemente a Martí, ultrajando la memoria de Ismaelillo e introduciéndose en una vida que no les pertenece.
Es difícil también hablar del padre de Martí, de don Mariano. Cuántas veces en las barriadas de La Habana Vieja, sus amigos le habrán dicho: «¿Por qué no estás con nosotros? Tú, que tienes experiencia militar, que has sido sargento y artillero, que estuviste en las fortalezas de La Habana, que te desempeñas como celador¼ ¿Por qué no eres voluntario?

¿Por qué no te alistas en los batallones de don Julián de Zulueta o de don Ramón Herrera? Pero don Mariano no perteneció al cuerpo de voluntarios. Prefirió la pobreza, la humildad de la existencia precaria.

Martí piensa en él, rememorando la conversación sostenida en un sitio solitario del hogar. Por eso, está seguro de que al padre no le extrañaría verle luchar por su patria. Y lo quiso con locura y con ternura, tanto como a sus hermanas, a pesar de quebrantos o incomprensiones.

Libros como Ese sol del mundo moral de Cintio Vitier, esencial para el conocimiento de la obra martiana y de la génesis de la Revolución; Destinatario: José Martí, las cartas reunidas con paciencia y amor por Luis García Pascual, nos permiten acercarnos al Martí Hombre, el mismo que perfiló en su obra homónima Gonzalo de Quesada y Miranda.

Este último contribuyó a la exégesis martiana que —desde diferentes perspectivas— abordaron Emilio Roig de Leuchsenring, Juan Marinello, Jorge Mañach, Pedro Henríquez Ureña, Ezequiel Martínez Estrada, Rafael Esténger¼ por citar algunos nombres, a los que se unirían después Cintio Vitier, Fina García Marruz, Rafael Cepeda, Hortensia Pichardo y Roberto Fernández Retamar, entre otros.

El legado infinito de Martí yace en su copiosa correspondencia, en su oratoria, en su obra periodística, en su labor como conspirador revolucionario... Todo ello revela su capacidad para convencer, para persuadir, para unir..., sobreviviendo a las flechas envenenadas de los envidiosos y mediocres, porque hay quienes admiran, pero con rabia.

Él logró hacer un periódico de un sinnúmero de periódicos; un partido, de otras tantas facciones y banderas; una voz, de incontables voces... para convertirse en el líder indiscutible de la nación cubana. De ahí que un obrero y un maestro de los pobres le llamasen Apóstol; se lo decían con la misma humildad y reconocimiento con que —años atrás— otros habían identificado a El Libertador.

Cuba ha tenido muchos héroes a lo largo de la historia. Cinco están presos en Estados Unidos, y su austeridad, así como la elocuencia y el rigor de sus alegatos, se constituyen en documento político con que se nutre el acervo de este nuevo siglo que comienza para los revolucionarios del mundo.

Pero Cuba tiene un solo Apóstol. Aquí no hay doce, ni cuatro ni seis; hay uno. Porque él no vivió en francachelas ni en disipaciones, sino con la sobriedad de los apóstoles. Porque tenía ese carisma que, según los griegos, era capaz de encender un fuego inextinguible en los corazones y en la conciencia de los demás.

Si hubo un regreso a la guerra en 1895 fue por él, porque logró pasar por encima de las diferencias, de las pequeñeces, y —aun— sobre las irreconciliables barreras que se habían levantado entre los más grandes y entrañables compañeros, luego de ocurrir la dispersión sin alcanzar la victoria.

Al llegar a Cuba encontró la amarga realidad que aparece retratada en el Diario durante la conversación nocturna sostenida en el campamento, pues, en el ejército que debían fundar, no se habían enraizado ni acatado del todo las necesarias jerarquías. Aquella noche se percató, con amargura, de dicha situación, y trató de apaciguar y de poner las cosas en su lugar.

A su muerte, a la que asistió como a nupcias indispensables, acude con el dolor y el sentimiento de que los compañeros pudiesen considerar que ese no era su lugar. El destino lo colocó en el camino: ante un barranco, el cañón del río... Cuando contemplamos la llanura en que se consumió su calvario, parados en la orilla y ante el tropel de las aguas crecidas de mayo, imaginamos el vado...

Mi verso crecerá: bajo la yerba, / yo también creceré (...), dijo una vez. Y creció el verso porque la poesía no era solamente la rima mecánica, sino el soplo vital que la anima y la inspiración que la promueve.

Es por eso que, al pensar en las cuartillas y cuadernos dejados por él en manos de Gonzalo de Quesada y Aróstegui, pidiéndole que depurase lo que pudiese ser hojarasca de aquello que tenía mérito real, me esté yo refiriendo a su poesía que alienta y sostiene, que levanta y da coraje, que hace mirar al futuro, que nos obliga a dejar a un lado todo lo que nos aparta... y nos coloca allí donde el deber nos llama.

Cuando un agnóstico me pregunta: « ¿Es que Martí habló o profetizó de todo?» Le digo que desconocen la integridad e inmensidad de su obra moral. Y cuando hacemos de lo histórico una reducción mecánica, omitimos el logro principal, el mayor, el más relevante de la Revolución cubana: su obra moral.

Como ha afirmado Cintio Vitier, Martí no ha dejado ni un solo cabo suelto en la historia de Cuba. Trató de dar solución a grandes enigmas y complejidades de su tiempo y del futuro. Su pensamiento nos ha llevado a perseguir como ideal la unidad continental, proyecto que se mantiene latente en nuestros días.

El pensamiento martiano es el sustento de la profecía y del triunfo de la Revolución cubana. Si nosotros estamos hoy aquí es porque Fidel, con su generosidad y sentido abarcador, se dio cuenta de que el Apóstol encarnaba el sentido intelectual y el valor ético de la cultura y nación cubanas.

Esa es la fuerza salvadora, de ahí que en el alma de los cubanos encuentre cobijo ese culto legítimo a un hombre que no solo fue de su tiempo, sino de todos los tiempos; no solo de Cuba, sino del mundo entero: José Martí.

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